Esta semana la biblioteca del instituto aparecía vacía, extraña. Sin alumnos mirando estanterías, sin murmullos. Producía una impresión de tristeza, de final de etapa, de espera. La tranquilidad tantas veces ansiada en las mañanas de trajín, con decenas de lectores en la entrega y préstamos de libros, de entrar y salir alumnos, la soledad preciada en otro tiempo para seguir con la catalogación bibliográfica tantas veces interrumpida por las llamadas para buscar un libro concreto, o aconsejar una lectura, o explicar cómo colocar los tejuelos a los ayudantes de biblioteca, en fin, las mil molestas paradas en el trabajo emprendido durante los recreos de este curso, ahora se antojaban necesarias, indispensables, imperiosas para dar sentido a los mudos estantes, a los libros nuevos, a las revistas y novedades, a mi presencia allí.
Un alumno de 1º abre la puerta con gesto cohibido, con la simpatía que siempre me provocan su timidez y su retraído afecto, le pongo mi mejor sonrisa. Quiere devolver un libro que aún no ha leído por completo, y cuando le ofrezco la posibilidad de mantenerlo en su poder durante el verano, una intensa sonrisa se dibuja en su rostro. Era lo que esperaba oír. Se marcha contento con palabras y promesas de regreso a la Biblioteca en el crepúsculo de las Pléyades, en el agonizante calor de septiembre.
Ignora que su llegada en la solitaria mañana quebró el abandono que se respiraba en el ambiente, cercó el páramo de añoranza que ascendía por los deshabitados muebles y fortaleció las desgastadas fuerzas que se precipitaban en brazos de una desoladora melancolía.
Un alumno de 1º abre la puerta con gesto cohibido, con la simpatía que siempre me provocan su timidez y su retraído afecto, le pongo mi mejor sonrisa. Quiere devolver un libro que aún no ha leído por completo, y cuando le ofrezco la posibilidad de mantenerlo en su poder durante el verano, una intensa sonrisa se dibuja en su rostro. Era lo que esperaba oír. Se marcha contento con palabras y promesas de regreso a la Biblioteca en el crepúsculo de las Pléyades, en el agonizante calor de septiembre.
Ignora que su llegada en la solitaria mañana quebró el abandono que se respiraba en el ambiente, cercó el páramo de añoranza que ascendía por los deshabitados muebles y fortaleció las desgastadas fuerzas que se precipitaban en brazos de una desoladora melancolía.
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