En 1888, hace 120 años, nacía el escritor Fernando Pessoa, y la ciudad de Lisboa celebra este acontecimiento con la discreción natural de quien sabe que el visitante sabrá encontrar en las calles y plazas, envueltas en la fresca brisa del Atlántico y del Tajo, la huella de su paseante más ilustre. Mírese desde el Castelo de Sâo Jorge, o desde el mirador de Santa Lucía, la puesta de sol, paséese por las calles de Baixa hasta llegar a la hermosa Praça do Comerçio, abierta al Tajo y a la luz. Tal vez nos inundemos de saudade tomando un té en A Brasileira junto a la escultura en bronce del poeta, junto a la Rua Largo de Chiado, o en el Rossio contemplando al joven solitario que, con un libro de Pessoa entre las manos, no sabe si está leyendo a Bernardo Soares, heterónimo del escritor en el maravilloso Libro del Desasosiego, o escuchando su alma solitaria de viajero:
“Me gusta, en las tardes lentas de verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo aquel sosiego que el contraste acentúa en el momento en el que el día se entrega más al bullicio. La Rua do Arsenal, la Rua da Alfândega, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este desde el final de la Alfândega, toda la línea distante de los muelles en calma- todo me conforta de tristeza, si me inserto, en estas tardes, en la soledad de su conjunto (....) ¡Ah, cuántas veces mis propios sueños se me yerguen en cosas, no para sustituirme la realidad, sino para confesárseme sus iguales al no quererlos yo, al sumergirme desde fuera, como el tranvía que da la vuelta en la curva final de la calle, o la voz del pregonero nocturno de no sé qué, que sobresale, tonada árabe, como un chorro repentino, en la monotonía del atardecer!”
“Me gusta, en las tardes lentas de verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo aquel sosiego que el contraste acentúa en el momento en el que el día se entrega más al bullicio. La Rua do Arsenal, la Rua da Alfândega, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este desde el final de la Alfândega, toda la línea distante de los muelles en calma- todo me conforta de tristeza, si me inserto, en estas tardes, en la soledad de su conjunto (....) ¡Ah, cuántas veces mis propios sueños se me yerguen en cosas, no para sustituirme la realidad, sino para confesárseme sus iguales al no quererlos yo, al sumergirme desde fuera, como el tranvía que da la vuelta en la curva final de la calle, o la voz del pregonero nocturno de no sé qué, que sobresale, tonada árabe, como un chorro repentino, en la monotonía del atardecer!”