El buen nombre de esta obra se ha mantenido desde el Renacimiento a base de repetir estos tres argumentos: el mérito de ser el único tratado de arquitectura que nos ha legado la Antigüedad, la penosa circunstancia de no haberse conservado las ilustraciones y el hecho de que se trata de una obra técnica y por tanto llena de vocablos propios de la materia y dificultosa para la lectura.
Todo esto es verdad, pero habría que hablar del Vitruvio que introduce disgresiones a cada paso, anécdotas sobre Alejandro y César y otros personajes por lo demás poco creíbles, que se explaya en cuanto tiene ocasión sobre hidráulica, matemática, música…Ciñiéndose al campo de la arquitectura nos encontramos atinados consejos sobre la construcción junto a verdaderas fantasías como ese teatro con vasos de bronce en el graderío y un almacén de madera en los pórticos… Al describir la ciudad de nueva planta como octogonal o al relacionar la advocación de un templo con el orden del mismo nos da la impresión no ya de no ser un arquitecto, sino de no haber vivido en la Roma Imperial (Se le supone contemporáneo de Augusto).
Vitruvio se queja de que un tratado no puede competir en elegancia literaria con otros géneros y promete concisión y claridad. El lector no encontrará ninguno de estos dos rasgos y si oscuras descripciones llena de localismos, palabras arcaicas, giros repetidos una y otra vez y una auténtica impericia gramatical. De Vitruvio se ha dicho que es el escritor más arduo de interpretar del legado clásico, e incluso se ha considerado una falsificación medieval. Más de algún estudioso habrá lamentado la conservación de este tratado frente a la legión de cicerones y titolivios perdidos para siempre.
A pesar de este cahiers de doleánces (o tal vez por ello) la obra vitruviana no sólo se salvó sino que alcanzó un éxito sin rival. En la época carolingia se construye según sus recetas y desde el año 1000 sus códices se multiplican. El Renacimiento lo convirtió en libro de cabecera con artistas que pasaban las tardes midiendo ruinas según sus principios (para encontrar que no se correspondían), comprobando que los antiguos mezclaban los órdenes con toda libertad o que las ciudades clásicas carecían de calles en diagonal. Si Vitruvio posibilitó que se volviera a construir a la clásica no es menos cierto que encorsetó a la nueva arquitectura en un laberinto de normas, medidas y proporciones. Hemos tardado siglos en vislumbrar que la ‘Blanca Antigüedad’ de edificios canónicos y albas estatuas marmóreas resulta fosilizada y muy aburrida, sin ninguna relación con la original que era polícroma, variada, fantasiosa y en evolución constante.