Este tratado no ha gozado de la celebridad del resto de obras que reseñamos, pero se las arregló para sobrevivir en la Edad Media y llegar a la época de la imprenta. En todo este tiempo (y en siglos posteriores) influyó en toda obra sobre animales, ya hablemos de bestiarios, libros de emblemas o enciclopedias de historia natural, y todo esto pese a sus más que evidentes carencias.
Claudio Eliano vivió en Roma en la época de los Severos, allá por la primera mitad del siglo III. Era de rancio linaje romano, pero escribió la Historia (y el resto de su obra) en el más puro griego ático. Nunca salió de Italia, jamás puso los pies en un barco y no conocía el mar. La obra que comentamos no es –desde luego- el producto de pacientes exploraciones, sino un descuidado puzzle de noticias zoológicas extraídas de otros autores.
Si Eliano no se molestó mucho en reunir el material, tampoco se esforzó en ordenarlo. A lo largo de diecisiete libros salta de una anécdota a otra (los grifos, los ojos de las tortugas, el gallo y su cacareo…) y no tiene empacho en dedicar entradas distintas para la misma especie (a veces seguidas, otras en libro distintos). La naciente Historia Natural tan prometedora en Aristóteles o Dioscórides deviene en bestiarios, colecciones de fábulas y repertorio de historietas gracias a nuestro escritor y otros ‘compiladores’.
Parece ser que la intención del libro era presentar a los animales como cumplidores de sus deberes, modelos de conducta para los hombres descarriados, pero lo cierto es que se deja llevar con frecuencia por lo sorprendente o por lo morboso. Respecto a lo primero aquí y allá protesta contra la credulidad de sus informadores, pero hace acopio de todos los seres fantásticos (desde el unicornio al carnero marino) y refiere verdaderos absurdos sobre animales tan corrientes como el perro o el asno. Respecto a los pasajes escabrosos nuestro autor se refiere al celo y a la reproducción con el recato de una solterona (Eliano no se casó, no tuvo hijos y se da por seguro su condición sacerdotal) pero incorpora numerosos relatos de bestialismo y no faltan alusiones hacia el amor hacia los jovencitos, amen de una clara misoginia. En estos dos últimos rasgos nunca sabremos si se reflejan las preferencia de nuestro escritor o de la de los autores que saquea.
Respecto al estilo, sus biógrafos señalan su vigor y su gracia. Hoy la crítica no se muestra tan entusiasta. Nuestro autor transcribe literalmente a los autores que copia y otras veces los parafrasea. En ocasiones interpreta al revés las noticias que ellos relatan, intercala versos homéricos siempre que tiene ocasión (y nunca son oportunos) y la traducción de muchos pasajes resulta conjetural. Las dos versiones hispanas (la de Vara y la de Díaz-Regañón) presentan diferencias más que notables.
En fin, la lectura de la Historia de los Animales se revela tediosa, insufrible e inaguantable (son palabras de sus editores). Desde las pinturas rupestres a los documentales de la dos y desde el osito de peluche hasta el gato de la solterona, los animales nos fascinan, forman parte de nuestra vida y de nuestra forma de ver el mundo. Todo esto lo convierte Eliano en un centón aburridísimo e indigesto. En una época en que Roma se despertaba con los campesinos llevando los animales al mercado y pasaba las tardes contemplando en los juegos las fieras de los lugares más remotos, nuestro autor parece que se limitó a divisarlas desde el polvo de las bibliotecas.
Se reproduce el célebre mosaico nilótico de Palestrina (antigua Penestre), lugar del nacimiento de Eliano, quién debió contemplarlo con sus propios ojos (por una vez).