Dedicamos
a la promoción de la lectura un día, una semana de fastos, a veces hasta un
mes. Por tanto, las terribles simetrías exigen una efeméride que evoque los
libros que nadie lee, los ejemplares descatalogados, las librerías que se
vieron obligadas a cerrar, las bibliotecas abandonadas…
Reservamos
para esta callada conmemoración este final de abril en que el cesan las
actividades de animación a la lectura y los volúmenes vuelven a la tranquilidad
de sus estantes. Como buena fiesta secreta pasa sin pena ni gloria y un día
vale tanto como su víspera o su octava. Dicho esto, el 26 de abril, festividad
de San Isidoro, nos parece un aniversario especialmente propicio. No olvidemos
que el arzobispo hispalense promocionando el saber aprovechó su éxito para
condenar centenares de libros a la irrelevancia, cuando no al intencionado
olvido.
Como
en otras ocasiones reflexionaremos sobre una instantánea de una biblioteca
abandonada, una vanitas. Este año nuestras inquisiciones y nuestras
fábulas giran en torno a un desolado interior que el diseñador francés Francis
Melet comparte con nosotros en Flickr. Su título (Baby I Think Of You)
es toda una declaración de intenciones.
Y
esta es la historia de esta biblioteca y de su propietaria, Lady Eileen Brent,
décima marquesa de Caterham. Este linaje está doblemente maldito por los
crímenes cometidos en sus mansiones y por transmitirse solo por línea femenina.
Como
no ignorarán los lectores de kioscos y de libros de saldo, Lady Eileen Brent,
conocida por su familia y amigos como Bundle, participó en varias
reuniones diplomáticas informales y a la vez de alto nivel celebrada en la
mansión de su linaje, Chimneys, al estilo de las de Lord Darlington y las del
séptimo marqués de Londonderry. Apaciguó el tedio que estas recepciones
provocaban participando en las intrigas nocturnas que complementaban a estos
encuentros. Incluso llegó a formar parte de una sociedad secreta concebida para
la lucha contra la delincuencia.
Pero
en aquel entonces las mujeres habían nacido para ser casadas y si eras
primogénita de un aristócrata pues más todavía. Estamos en 1929 y las inglesas
pueden ya votar y ser votadas, pero la nobleza exige sacrificios. La madre de
Lady Eileen prefirió entregarse a los brazos de Tánatos tras pasar por tres
partos sin heredero varón. Como de otras tantas féminas ilustres, se conserva
el relato de su gesta, pero se ha olvidado la memoria de su nombre.
Pero
volvamos a las vicisitudes de Bundle Brent. Rechazó la oferta
matrimonial del honorable George Lomax, subsecretario de Estado permanente de
Asuntos Exteriores de Su Majestad, para aceptar la de su subalterno Bill
Eversleigh. Lord Caterham lo aceptó (con agrado) como su yerno y Lomax no le
guardó rencor. Ya como míster William Eversleigh, fue ascendiendo por el
entramado del Foreign Office y llegó a formar parte de la comitiva
inglesa que viajó a Múnich en 1938. Y es que nada mejor que ser una medianía
para destacar en esa cuadrilla desnortada y complaciente que era la diplomacia
británica de entreguerras.
El
casado casa quiere y los nuevos esposos rehusaron residir en Chimneys,
suponemos que en tanto en cuanto viviera Lord Caterham. En la parte que aquel dilatado,
casi infinito, predio lindaba con el villorrio de Hayfield construyeron una
tiranía de óculos y líneas rectas (imperaba entonces el art-decó) que rebasaba
la categoría de hotelito y que no llegaba a la de palacete. Sobre plano, Lady
Eileen, ahora misstress Eversleigh, reservó una de las habitaciones como su
biblioteca.
De
nuevo, una denominación viene larga a lo denominado. Aquella estancia servía
como retiro de la dueña de la casa, sala para recibir a las visitas deseadas y
dormitorio de las fugaces siestas de la aristócrata. Las estanterías y sus
contenidos eran mero telón de fondo.
Lady Eileen se tomó su tiempo para el diseño
de la chimenea y se tomó más tiempo para escoger el juego de sofás y su
tapizado y la mesita adjunta. Para los anaqueles obró con más calma y se fueron
poblando al ritmo de sus propias
lecturas, o sea un libro o dos por mes.
Lady Eileen, Bundle para sus íntimos
no era una gran lectora y no necesitaba aparentar que lo era. Los castos
romances narrados por Edith Maud Hull, Mary Westmalcot y los atrevidos de
Salome Otterbourne desfilaban sin rubor en sus estanterías. Sin recato se
exhibían tomos y tomos que encuadernaban los números, del Country Life, Needlewoman
y la edición británica del Vogue. Vistosos manuales de cocina para
mujeres que no sabrían encender un fogón, repertorios decorativos para aquellas
que disponen de una legión de criadas, compendios de jardinería y arreglos
florales dignos de Versalles y prontuarios de maternidad y crianza para las que
no ven el momento de mandar los retoños a Eton o a Meadowbank completan el
donoso escrutinio.
Un
punto a favor de Bundle Brent estribó en que completó su biblioteca con
un gasto ridículo, indigno de una gran casa. Otro que permitió a la servidumbre
(femenina) consultar los anaqueles, siempre y cuando fuera en sus ratos libres,
hasta ahí podíamos llegar. Aquella mansión sin nombre -La casa nueva de
Mister Everleigh, La villa de la hija del marqués, La Casa del Ensanche-
contribuyó de forma decisiva a la alfabetización de la zona.
Esa
fue una de las consecuencias inesperadas de aquel aluvión de libros. Otra que
una de sus doncellas leyó con aprovechamiento esta colección de vaguedades (o voguedades),
abandonó el servicio doméstico y acabó como modelo de Balenciaga. No diremos
cuál, pues al igual que se reinventó como persona, reinventó también su pasado.
Distinto
fue la tercera consecuencia: el caso de otra criada intoxicada de tanta novela rosa
y que confundió realidad y relato y, consecuentemente, pasó por la infamia y el
oprobio de dar a luz un hijo sin padre en los años cincuenta. Los Caterham se
comportaron honorablemente y pagaron un pasaje a Australia a la desventurada y
entregaron el neonato a unos arrendatarios.
Un crimen
sucedió en aquella mansión sin nombre, pero no parecía tener relación ni con Bundle
ni con su biblioteca. Simplemente que la vida de Lady Eileen venía acompañada
tarde o temprano del asesinato de alguno de sus huéspedes. Estos aceptaban el
reto con deportividad y diplomacia. Los pueblerinos y el servicio pasaron a
conocer la residencia como la Casa del Ahorcado y así quedó la cosa.
En
el año de la conferencia de Bandung, Lady Eileen, convertida ya en décima
marquesa de Caterham, murió en su Jaguar tras chocar frontalmente con la
furgoneta de una lechería en un día de mercado. Nadie se extrañó, pues, viendo
la forma de conducir de la aristócrata, llevaban treinta años vaticinando este
desastre. Tampoco nadie pronunció el socorrido “pasó a mejor vida”, pues Bundle
se había pasado toda su existencia ejerciendo su santa voluntad.
Sus
hijas, pues los Caterham se habían resignado ya a transmitirse por la vía
materna, heredaron su título y sus bienes. Respetaron la biblioteca, que era ya
un fresco de la Inglaterra pasada, por respeto a la difunta y también en
recompensa por la lectura culpable en su adolescencia de obras que no eran
recomendable para su edad y condición.
Progresivamente
fueron cayendo en el olvido aquel Country Life en el que se describía la
nueva mansión erigida por sus padres, aquella otra revista en la que aparecía
la puesta de largo de Lady Eyleen o el anuncio de su boda en el Times
correspondiente. Libros y tomos de periódicos y magacines encuadernadas
amarillearon en un otoño sin fin. Las débiles encuadernaciones de tantos
romances, literatura en fin de papel del malo, se vinieron abajo sin que nadie
las tocara.
Llegó
el momento en que los nietos y las nietas de Lady Eileen realizaron el expolio
de la biblioteca. Aquel impresionante muestrario de la vida cotidiana de los
años treinta, aquel detallado imperio de lo efímero, aquella penetrante
radiografía de los gustos de la sociedad de entreguerras, aquella magna
exposición de las publicaciones pasajeras, pero paradójicamente conservadas no
suscitó el menor asombro, mucho menos el entusiasmo.
Si
Bundle Brent había poblado los anaqueles por muy poco dinero, la venta
de su feria de las vanidades iba a reportar mucho menos dinero todavía. Un
nieto avispado calculó que si se vendiera el conjunto de libros al peso a los
traperos tendrían que completar los herederos con su propio peculio la
transacción. Y es que una primera edición de Georgette Heyer en 1980 valía
menos que una reedición de esa misma obra en ese mismo año. Una nieta imaginativa sugirió que Britannia
and Eve y otras publicaciones albergaban hermosas láminas y que podrían seleccionarlas y venderlas para enmarcarlas. El nieto avispado reconoció que la ilustración vintage
se había vuelto a poner de moda, pero que el público prefería reproducciones a
todo color a originales desvaídos y mohosos.
Se comprende que todas los fondos de la biblioteca de la marquesa habrían acabado en la chimenea del mismo cuarto, pero ese final hubiera exigido trabajar a lo largo de cinco días al ritmo de los fogoneros del Titanic. Además, la chimenea, chef d’euvre del art-decó, había sido adquirida por el Museo Dupayne. Mientras se decidía el final de los volúmenes, unos operarios de la localidad se apresuraron a desmontar aquella mole de mármol belga.
Uno
de ellos se distrajo dos o tres veces ante la vista de tanto libros desvaído y
de tanta revista decrépita. Sus compañeros lo notaron y advirtieron, una vez
más, entre risas, que era un tipo raro, que no era como ellos. Una noche, a la
luz de una linterna eléctrica, ese tipo raro revisó uno a uno los volúmenes.
Amanecía cuando abandonó la mansión por la misma ventana trasera por la que
había entrado y que nadie se había molestado en cerrar. Le acompañaban un ejemplar de la editio
prínceps del Gran Gatsby, otra editio princeps de Rebecca dedicado,
además, por la propia Daphne du Maurier a lady Eileen y una versión de El
Amante de Lady Chatterley, una impresión clandestina realizada en la propia
Inglaterra complete, uncesored y unabridged y que había
escapado al control de las autoridades y de los bibliófilos.
El
operario, el tipo raro, el huérfano, no era un ladrón ni tampoco un héroe que
salvase a los libros de la ecpírosis. Era un Caterham, a fin de cuentas, que
reclamaba parte de su legítima herencia. La maldición del linaje, parece que no
afectaba a la descendencia natural.
Un último espejismo. Si nuestro relato es un
refrito de tres o cuatros relatos, la imagen también amalgama a capricho la obra de otros, pues nos
encontramos ante uno de los artificios de la inteligencia artificial. Todo es
ya retoque, fingimiento, engaño. Estudiados simulacros sobre los que
cae, inexorablemente, el telón.
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Procedencia de la imagen original:
https://www.flickr.com/photos/urbexetorbi/54434315944/in/faves-8449304@N04/
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