Autor: Francisco Ibáñez (Guion e Ilustraciones)
Título: París
2024
Cómic
Editorial: Bruguera.
48 páginas.
En esta nueva entrega, los famosos agentes de la TIA tienen que resolver un misterio que está poniendo en riesgo el evento deportivo más importante del mundo, los Juegos Olímpicos celebrados en la capital francesa.
Lamentablemente el misterio ha quedado sin resolver. La muerte sorprendió al autor cuando completaba la página 20. El soberbio acabado de los folios anteriores se vuelve en la última carilla cada vez más esquemático hasta que sobreviene la nada. Se conserva el guion pulcramente mecanografiado hasta la página fatídica, pero parece ser que el maestro Ibáñez no dejó escrito cual sería el final. Esta es otra de sus similitudes con Hergé.
Siguiendo el ejemplo del autor de Tintín, la editorial decidió publicar esta última e inconclusa aventura como un facsímil y dejar que el lector imagine lo que sucede en las 22 páginas que faltan. Por esas paradojas de la fortuna literaria, si hubiera podido concluir esta obra sería un álbum más de Mortadelo y Filemón (el número 22), con sus 44 folios preceptivos y su encuadernación grapada de poca monta. Habría supuesto sus buenos ingresos para la editorial, pero a nivel de la crítica habría sido ignorado por completo.
No obstante, es su posición postrera y su inacabamiento lo que le otorga su valor. Como las ruinas romanas o las catedrales inconclusas presenta una oportunidad única para divisar las entrañas de la obra de arte. En este caso el trabajo del dibujante, la trastienda de su mundo entrañable en palabras de Arturo Pérez Reverte. Sin colores que distraigan o entintados que uniformizan, comprobamos que Ibáñez era un dibujante soberbio y que seguía manteniendo el mismo vigor que caracteriza a sus grandes álbumes como El Sulfato Atómico. Por su parte, el guion demuestra un trabajo concienzudo que presta gran atención a la interacción entre dibujo y escritura, evidenciado en su cuidado en transcribir las onomatopeyas o en precisar el tamaño de los globos o nubecillas.
Nos queda por juzgar lo que más valoraba la editorial y el propio Ibáñez. Sí, es una historia amena con buenos gags y que hubiera gustado al consumidor habitual de historietas. Aún que sea valiosa para comprender el arte del dibujante, hubiera quedado mejor completada.
La edición se completa con una nota de editor, un inspirado prólogo de Arturo Pérez Reverte y un sentido epílogo de Jordi Canyssà. Em suma, es un hermoso remate para las Aventuras de Mortadelo y Filemón y un libro imprescindible para los lectores y coleccionistas de historietas. Estamos seguro de que servirá de inspiración y de reflexión para nuestros alumnos que se inician en el difícil arte de la creación de comics y de novela gráfica.
Aquí debería concluir la reseña, pero los llamados frikis somos un público muy difícil de contentar y muy dado a las teorías de la conspiración. Por otra parte, todo libro inconcluso es una invitación a acabarlo. Es como un faro para apócrifos, un primer acto de la celestina, un quijote de avellaneda, un manuscrito encontrado, un mapa del tesoro, un castillo de los destinos cruzados.
Y nos queda una evidencia más triste y sórdida: Todas las editoriales para las que Ibáñez ha trabajado son desconsideradas y rapaces y cuando el maestro no ha dado más de sí (y hablamos de días titánicos de 16 horas en la mesa de dibujo y 4 álbumes por año) han recurrido a un ejército de colaboradores con total impunidad. Hasta en la intachable Alemania han sacado historietas espurias para satisfacer la demanda. Aquí se han editado integrales sólo con las obras auténticas de Ibáñez, (sin especificar porqué en su tiempo se publicaron las falsarias) Es difícil encontrar un límite de su desfachatez.
Ante esta evidencia surgen, o más bien bullen, una serie de cuestiones. La primera: ¿Realmente Ibáñez realizaba el guion sobre la marcha? Recordemos que los álbumes no pueden superar las 44 páginas. Es lógico pensar que hay una parte del guion, tal vez completo, tal vez esbozado que no se reproduce.
La segunda: ¿Realmente Ibáñez dibujaba con ese brío a sus 87 años? ¿No habrá sido ‘mejorado’ por alguno de sus colaboradores? Hace poco tiempo unas declaraciones de su entintador, Juan Manuel Muñoz Chueca, abrieron la caja de los truenos. Ya hemos señalado que las viñetas nos recuerdan al mejor Ibáñez, no al dibujo flojo y repetitivo de muchos de sus últimos álbumes (que ya no sabemos si son originales suyos).
La tercera y última: ¿Se planteó la editorial completar la historieta y venderla como auténtica? Esto es ya es pura especulación, pero contaban con la tecnología y la falta de ética suficiente para realizarlo.
Tal vez pensaron que esta edición prestigiosa sería más rentable y contribuiría a afamar al autor. En España nos gusta mucho elogiar a los muertos. Ni que decir tiene que tanto Reverte como Canyssá nada añaden sobre la explotación laboral de Ibáñez o sobre los mortadelos espurios. La familia y la prensa también colaboran en ofrecer una versión blanqueada del dibujante. En esta especie de beatificación no podía faltar el detalle de dejar la mesa de trabajo como él la quedó.
Concluiremos esta reseña, que ya es una invectiva, con otra desagradable realidad. Ibáñez se ha ido de esta España sin un premio de renombre. Comenzó siendo un dibujante de tebeos y lo ha sido toda su vida. Por lo menos para los representantes de lo que se denominan cultura. De ese pasado que ya nos comienza a resultar lejano (e incómodo) nos gusta recordar a Luis Martín-Santos y el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. Ibáñez nos obliga a recordar los kioscos que cambiaban tebeos, a las librerías de estación con todas las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, a ajadas versiones de El Amante de Lady Chatterley que circulaban de tapadillo… Era una pobre España que, mal que bien, por fin alcanzaba un grado de alfabetización superior al sonrojo. Eso sí, lo hacía por su cuenta, con historietas del Guerrero del Antifaz o producciones de Corín Tellado. Tal vez nos duela recordar todo eso, reconocer que Escobar ha llevado más niños a las bibliotecas que Gloria Fuertes o que Luisa María Linares ha hecho más por la causa de la mujer española que Clara Campoamor o la Pasionaria.
Concluiremos esta reseña, que es ya una endecha, con una endeble falsificación. Nos despedimos con un «buenas noches», y empujamos las pesadas y broncíneas puertas del palacio de la cultura y saldremos a la noche. Y nos echaremos a andar a toda prisa por esas calles húmedas y oscuras, en busca de los tranvías de a peseta.
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