martes, 11 de octubre de 2022

La Evolución del Escudo de España en el Diccionario Iconográfico de Lapoulide




Entre los tesoros que custodia la Biblioteca Vélezguevariana destaca el Diccionario Gráfico de Arte y Oficios Artísticos de J. (José) Lapoulide. Poseemos los cuatros tomos de la tercera edición, realizada por José Montesó en Buenos Aires en 1945. Como bien conocen los bibliófilos, se trata de la impresión más conocida de esta obra. Entró en la nuestra colección en la etapa fundacional de nuestro instituto, allá por la década de 1950. Suponemos que fue adquirido como obra de consulta.

Lapoulide introduce su Diccionario grafico de arte y oficios artísticos como «Colección por orden alfabético de elementos de arte, naturales y estilizados: fauna, flora, indumentaria, heráldica, mitología, historia, religión, astronomía, armería, navegación, numismática, tipografía, pintura, escultura, arquitectura, música, grabado, caligrafía, orfebrería, cerámica, tapicería, ebanistería, cerrajería, talla, cristalería, escenografía, bordado y demás artes decorativas».

La enumeración abruma, pero lo cierto es que el autor cumple lo prometido y ofrece primorosas ilustraciones de su autoría de todas las voces que recoge. La obra mereció cuatro ediciones (que sepamos), señal de que resultaba de utilidad para artesanos, artistas y artífices y que, además, resultaba visualmente atractiva para el público erudito o simplemente curioso.

Recordemos que la iconografía era una disciplina imprescindible para una época en la que la que aún se erigían arcos de triunfo efímeros para la Joyeuse Entrée de autoridades en ciudades de provincias o en la que los Centros Educativos se engalanaban para la inauguración del curso lectivo.

Por lo demás era una etapa en la que las imágenes (los “santos” en el vocabulario de los iletrados) no se presentaban con la profusión actual, ni muchísimo menos. No hablemos ya de las limitaciones de su circulación o accesibilidad. Las fotografías reproducidas en las publicaciones impresas aparecían en blanco y negro y con una calidad bastante dudosa. Bajo estos impedimentos, los numerosos y  diáfanos grabados de esta obra resultaban una oferta muy tentadora.

Volviendo al libro de José Lapoulide, el mérito de su autor como heraldista resulta sobresaliente. Debe vincularse con el renacimiento de la ciencia del escudo en el reinado de Alfonso XIII. Si este esplendor fue la verdadera Edad de Plata de la heráldica hispana, habrá que convenir que el Diccionario Iconográfico de Lapoulide es su armorial.

El autor dedica la voz «España» a la heráldica del escudo nacional y a las armas regias, mostrando además su evolución. A estos cambios causados por las vicisitudes dinásticas y a las perturbaciones debidas a las guerras y revoluciones vamos a dedicar esta entrada.

Lapoulide sufrió estas alteraciones y se vio forzado a realizar algunas reformas en las sucesivas ediciones de su obra. La primera impresión se realizó en 1923 y reflejaba la España alfonsina. En de 1932 introdujo leves cambios para mostrar los símbolos de la España republicana. En la edición de 1945 (que es la que manejamos) no se observan novedades, suponemos por qué el autor había fallecido. Únicamente se menciona la República como algo del pasado. Conocemos la postrera edición de 1963 sólo por referencias, pero suponemos que se limitaría a reproducir la impresión anterior, sin entrar en adaptaciones.

                             

El artículo se inicia con una grabado a toda página que muestra la Alegoría de España. Nuestro país aparece como una dama ataviada con túnica (pero no con coraza), armada con una espada y ataviada con corona mural. Le acompañan el león y la esfera del mundo, atributos usuales y muy conocidos por el público de entonces. Enrique Pérez Comendador realizó una composición similar para la entrada del recinto de la Exposición Iberoamericana de Sevilla.

Nimio (en el sentido de detallista) Lapoulide nos informa que esa figura no es de su autoría, sino que se limita a grabar un dibujo de Agustín López. Debe tratarse de Manuel Agustín López, dibujante que mereció una discreta celebridad en la etapa alfonsina.



Como no podía ser menos, el primer escudo que merece el apelativo de «nacional» es el de los Reyes Católicos, en el que aparecen cuarteladas las armas de Castilla, León, Aragón y Sicilia a la que se añade el emblema de Granada. Este aparece en una disposición anómala, pues Lapoulide lo sitúa en la parte inferior del centro, cuando su localización correcta es el llamado “centro de la punta”. Reproducimos el escudo en la versión original y en otra reformada de nuestra autoría y que restituye el blasón a su orden correcto.

Lapoulide añade todos los elementos externos de este escudo: el águila de San Juan Evangelista (patrono de la casa de Trastamara) como soporte, el lema del Tanto Monta, el yugo con el nudo gordiano por Ysabel y el haz de flechas fernandinas por Fernando.

 Debemos recordar que este blasón no puede calificarse en puridad como  un escudo nacional. los Reyes Católicos rechazaron el título de Reyes de España o de las Españas (La Ulterior y la Citerior del dominio romano a la que después se añadiría la Nueva España de ultramar). Primero por que Portugal conservaba su independencia (El concepto «España» incluía todas las tierras de la Península Ibérica hasta bien entrado el siglo XVIII). En segundo lugar, porque estos monarcas no unificaron sus reinos, de tal forma que cada uno conservaba sus leyes e instituciones. Por eso en la documentación aparecen como «Reyes de Castilla, de Aragón, de León, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Granada…”.

Un último apunte: esta nítida y gallarda reproducción del escudo de los Reyes Católicos debió influir en los heraldistas que diseñaron el blasón del régimen franquista, puede que incluso en las preferencias del propio Caudillo. Recordemos que la obra de Lapoulide tuvo una recepción bastante amplia y que no existían libros que pudieran hacerle sombra.

Lapoulide no incluye las armas de Juana y Felipe, los sucesores de los Reyes Católicos, así que hemos realizado una composición basada en otros blasones de su libro.

Felipe I el Hermoso cuartelas las heráldicas de sus padres y las de sus suegros, multiplicando los compartimentos de su blasón como no se atreverán ninguno de sus antecesores o herederos. Introduce en el blasón hispánico las armas de Austria, Tirol, Borgoña antiguo (que era un título de la familia real francesa), Borgoña moderna (en realidad se corresponden con el ducado de Turena), Flandes y Brabante.

El blasón se completaba con el toisón de oro que, desde entonces, será complemento indispensable de las armas regias. En reproducciones más suntuosas aparecía el timbre o cimera. El de los duques de Borgoña era una flor de lis, pero Felipe prefirió el león que emergía de una fortaleza propio de los reyes de Castilla. También suelen aparecer en esas figuraciones el lema Qui Voudra (Quien quiera) y sus divisas personales, la cruz de San Andrés y una piedra de pedernal de la que surgen llamas (en realidad son chispas). La cruz de San Andrés y el pedernal, más que símbolos personales, son patrimonio de la casa ducal de Borgoña, pero la primera va a convertirse en el emblema del mundo hispánico, pese a lo foráneo de su origen.

Felipe I el Hermoso ostentó el título de duque de Borgoña, pero esa región se encontraba bajo dominio francés y sin ninguna esperanza de recuperación, por lo que más bien era conde de Flandes. Por matrimonio se convirtió en rey consorte de Castilla. Todos los demás blasones de sus múltiples cuarteles son pretensiones de herencia o recuerdos dinásticos. Estas armas de territorios fantasmales van a pasar a sus sucesores complicando inútilmente las armas españolas.

Como es sabido, a la muerte de Felipe I, su suegro Fernando manda encerrar a la desventurada Juana y restaura la maltrecha unión de Castilla y Aragón. Existen escudos considerados como las grandes armas del gobierno de este rey en solitario. En ellos añade los blasones de los reinos conquistados por él: Nápoles y Navarra, en concreto en el segundo cuartel de las mismas. Su rey de armas se ve forzado a cortar  los bastones aragoneses para cobijar las cadenas navarras y sustituye a Sicilia por Nápoles. Los motivos heráldicos de este reino eran las armas de Jerusalén, Anjou y Hungría, pero se mandan eliminar las lises angevinas por razones fáciles de entender.

  

Estas armas fernandinas no aparecen atestiguadas en las monedas que nosotros hayamos contemplado. A la espera de nuevas monedas o de sellos diplomáticos que las incluyan, seguiremos pensando que este blasón es una recreación de la época de Carlos V en la que se observamos una idéntica (y problemática) inclusión de los cuarteles de Navarra y de Nápoles. Los dos escudos monumentales de la catedral de la Granada y de la Aljafería de Zaragoza (que reproducimos) son claramente posteriores a este segundo reinado de último monarca aragonés. En el primero de ellos el soporte sigue siendo el águila; en el segundo el blasón es sostenido por dos grifos. Claro está que no derivan de un hipotético modelo de grandes armas fernandinos, sino que se compusieron por separado y como homenaje al abuelo del César Carlos.

El César Carlos añade a las armas de su padre los signos distintivos del Sacro Romano Imperio: el águila bicéfala y la corona imperial. Sigue además con la tradición de las divisas. La suya son las columnas hercúleas con el lema Plus Ovltre, transcrito a veces como Plvs Vltra. Recordemos que son símbolos personales, sin referencias a dominios o territorios.

En un primer momento, el César reitera la disposición cuartelada de su padre y aprovecha esa multitud de escaques para incluir las armas del reino de Navarra y de Nápoles (que era un combinado de Hungría y Jerusalén). Posteriormente su rey de armas adopta una disposición mas sobria y reduce las armas a una única aparición (salvo Castilla y León). Esta disposición hará fortuna en la heráldica hispana, pese a que oculta dominios efectivos (como Navarra) y  sigue ostentando los llamados “de pretensión”, alguno de ellos ya convertido en mero espejismo.

Lapoulide reproduce las armas imperiales a toda página en una briosa composición. Bastante curiosa, por cierto, pues el blasón de Carlos V aparece dentro de otro escudo rodeado del toisón y con la corona imperial como remate. Añade este pie: «Escudo de Carlos I y V de Alemania. Corona imperial, águila bicéfala, negra y lampasada de gules; Toisón de oro».



Ya en la época de Carlos V los impresores comenzaron a realizar variaciones sobre las armas regias, bien para adaptarla a los títulos o contenidos de las obras, bien por reflejar los intereses localistas de estos editores, bien por simple capricho. Eb esta heráldica extravagante destaca la portada de la Hispania Victrix - Historia General de las Indias de Francisco López de Gomara publicada en Medina del Campo en 1553. La composición parece anticipar el blasón actual con las columnas hercúleas como símbolo de las tierras de Ultramar y las armas reducidas a Castilla, León, Nápoles, Aragón, Navarra, Sicilia y Granada. Representa únicamente los reinos hispánicos y los italianos asociados a la Corona de Aragón. Por cierto, que la representación de Nápoles se reduce a Jerusalén, y aun la representación de este blasón aparece simplificada.


Lapoulide no reproduce las armas de Felipe II, pues al representar las de Carlos V y las de Felipe V, considera que no se producen cambios esenciales entre unas y otras. Nosotros ofrecemos una reconstitución basada en los escudos que reproduce nuestro artista.

Entre el postrer escudo de Carlos V y el primero de Felipe II no existen más cambios que la renuncia al águila bicéfala y la sustitución de la corona imperial por la regia. Al heredar la disposición de cuarteles paterna Felipe II (y sus sucesores) persistieron en la cuestión de las armas de pretensión, privilegiando así los vínculos dinásticos sobre la representación realista de sus dominios. Señalemos que el Rey Prudente empleó también divisas, pero ya dentro de la tradición de la emblemática renacentista. Por tanto, este elemento volátil dejó de aparecer en la representación de las armas de este monarca y en las de sus sucesores.


Entre 1554 y 1558 Felipe II se convirtió en rey consorte de Inglaterra por su matrimonio por María Tudor. Las armas de ambos reinos se combinaron en un diseño partido, si bien Felipe II aún no había heredado la corona española. Para elevar a su hijo al rango de su cónyuge, Carlos I le cedió el reino de Nápoles con sus nebulosos derechos  sobre Jerusalén. De esta combinación anglohispánica reproducimos la hermosísima portada del Dioscórides del doctor Andrés Laguna (reducidas a los reinos hispánicos y Sicilia) datada en 1555 y un chelín del mismo año donde sí aparecen todas las armas que caracterizan los Habsburgos españoles. 




La aventura inglesa concluyó en 1558 con la muerte sin sucesión de María I y Felipe II volvió a emplear su heráldica propia. Se abrió un periodo de estabilidad en lar armas regias que concluyó en 1580 cuando el Rey decidió presentarse como heredero del trono portugués, aspiración que transformó en realidad al conquistar el reino lusitano ese mismo año. De todas formas, parece que las armas portuguesas no se incorporaron a las armas hispánicas hasta 1586.

 Como el escudo regio ya estaba sobrecargado de cuarteles, la inclusión de las armas portuguesas no fue nada sencilla. Las autoridades lusas exigieron un escudo partido, como un modelo de escudo matrimonial. Esta pretensión se ajustaba a los dominios y riquezas que presentaba el reino recién adquirido, pero el resultado hubiera sido la pesadilla de canteros, miniaturistas o acuñadores de monedas. Se optó por buscar para las quinas el lugar más honrado posible dentro de las armas reales, y así se colocaron en un escusón entre las de Castilla-León y las de Aragón, dando una sensación de especificidad y agregación que los portugueses aceptaron. Con los elementos originales de Lapoulide hemos realizado la siguiente recreación:

Una versión de estas armas es la que aparece coronado por tres yelmos con sus cimeras respectivas, nada menos. La práctica de emplear el timbre en la heráldica hispana resulta poco habitual y siempre está realizada por heraldistas extranjeros. Más allá de los Pirineos, sin embargo, se usan con mas frecuencia y en Alemania puede representarse más de una cimera si el escudo contiene más de un linaje. Felipe II, desde luego, tenía donde escoger  y a la cimera de Castilla y León sumó las de Aragón y las de Portugal. Ambos reinos coincidían en  lucir en sus timbres un dragón dorado.

En el reinado de Felipe II, los editores continuaron con sus caprichos heráldicos. Destaca el empleado por los impresores aragoneses Juan Pérez de Valdivieso y Simón de Portonariis y que fue esculpido en el colegio de Santiago de Huesca. Reivindica, una vez más, unas armas que representen el conjunto de los reinos hispánicos. Por otra parte, resuelve de forma admirable los problemas antes comentados del escudo partido con Portugal al incluir en esa mitad a Navarra.

Las variantes no acaban aquí ni mucho menos, pues cada dominio podía reorganizar las armas regias a su antojo a la hora de representarlas en su territorio o en la moneda que acuñaban. Algunos, además, empleaban diseños propios. Es el caso de Navarra, Milán, el Franco-Condado y todas las circunscripciones excluidas de las armas regias. Así en este ducatón milanés únicamente figuran las armas del propio Milanesado. Adviértase que se fecha en 1599 y el monarca que figura, Felipe II, había muerto el año anterior. La sustitución de las efigies regias se realizaba con bastante parsimonia.

En algunas monedas acuñadas en Castilla encontramos que la imagen del rey es sustituida por las armas de Castilla y León. Estas comenzaron, pues, a sustituir  al rey, pero acabaron empleándose como representación de toda la monarquía hispánica, acompañadas del reino de Granada que ocupa la punta. Este reemplazo no llegó al sello de plomo regio hasta la época de Carlos II. Reproducimos un real de a ocho segoviano acuñado bajo el reinado de Felipe III (1618).


Una última observación sobre la heráldica del Rey Prudente. El postergado reino de Navarra comenzó a figurar en los blasones regios franceses desde que Enrique IV (III de Navarra) unió ambos reinos en 1582. Tras varias tentativas, los dos dominios acabaron representados juntos, pero no partidos ni cuartelados. Y con un uso ceremonial, bastante limitado. Salvo en la propia Navarra, las monedas francesas nunca incluyeron esta combinación.

Felipe III mantuvo la combinación de su padre, al igual que su hijo Felipe IV. Portugal se independizó en 1640  y fueron vanos los intentos para reconquistarla. Pero siguió figurando en las armas regias, entre otras razones porque muchos e influyentes portugueses seguían militando en las filas de los Habsburgo. El reconocimiento de la independencia del país luso en 1668  y ya bajo Carlos II, no cambió el blasón, pues se podía argüir que reflejaba la herencia, no los dominios reales. Además, la corte madrileña siguió planteándose la reunificación de la península.

Finalmente, en 1683, el rey ordenó eliminar los castillos y quinas portuguesas. Desde 1680 se vivía una aguda crisis diplomática con el país vecino por la cuestión de la Colonia de Sacramento y con Luis XIV preparándose para un nuevo conflicto no era cuestión de abrir un nuevo frente. El cambio se hizo con la parsimonia acostumbrada y hubo cecas que siguieron emitiendo moneda con las armas lusas a lo largo de todo el reinado.

 El escudo volvió al primer diseño de Felipe II. Esta disposición es la que se suela atribuir a los Austrias, pero lo cierto es que la combinación que incluía Portugal fue la que más se extendió en el tiempo, cien años, de forma interrumpida y fue empleada por más reyes. De hecho, ninguna otra combinación heráldica hispana ha batido ese récord.   

                                                      

Este primer blasón de Felipe II y que Carlos II volvió a emplear dejó de usarse en 1700 a la muerte de este último monarca. Pero conoció una tercera etapa como armas del archiduque Carlos, conocido como Carlos III por sus partidarios. En principio este príncipe debió emplearlas desde 1701, pero, a efectos prácticos, el punto de partida debe colocarse en las primeras acuñaciones realizadas  a su nombre en Barcelona en 1705. Reproducimos una moneda de dos reales de esa ceca datada en 1711.

 Un curioso escudo es considerado como la única representación de sus armas como rey de España que se conserva en nuestro país. Se exhibe en el Museo del Santuario mallorquín de la Virgen de Lluch.

A partir de 1711, el archiduque pasa a ser el emperador Carlos VI. Continua con sus pretensiones al trono hispano, por lo que combina el águila bicéfala con las armas de los Austrias madrileños. Si no fuera por las lógicas diferencias de estilo, podría pasar por escudo de su antepasado Carlos V.

Como es sabido, Carlos VI siguió considerándose como rey de España hasta su muerte en 1740, pese a su derrota en la guerra de Sucesión y pese a las disposiciones de los tratados de Utrecht y Rastatt. De esta forma, en 1713 creó un Consejo Supremo de España que administraba sus adquisiciones en Italia y los Países Bajos.  En consecuencia, sus reyes de armas trazaron un abigarrado escudo repletos de cuartelados y contracuartelados en el que la mitad siniestra (la del escudo, no la del espectador) se reserva para las pretensiones (que no herencia) española. Desaparece el fantasmal Borgoña Antiguo, Borgoña moderno pasa a la otra mitad del escudo y se añaden Nápoles (representado por las lises angevinas, sorprendentemente), Jerusalén (con cuartel propio), Navarra (reino donde no encontró ni una sola adhesión) y Milán.  Añadió además dos escusones: uno el león rojo de los Habsburgo y el de Cataluña (mal interpretadas  por los heraldistas actuales como las propias de Barcelona), suponemos que por la lealtad demostrada a su causa. 

Sus sucesores renunciaron a la corona española, si bien siguieron empleando el toisón de oro en sus blasones. Las armas hispanas continuaron luciéndose en ellos, si bien en un lugar cada vez menos prominente. Reproducimos el blasón del Imperio Austriaco en 1804, cuando estaba recién inaugurado.

Pero volvamos a España y a ese año 1700 en el que muere Carlos II y se entroniza Felipe V. Este introduce las armas de los Borbones, o más concretamente unos de sus “apanagios” o infantazgos: el ducado de Anjou. A las tres lises de oro colocadas sobre fondo azul de los reyes de Francia añade una bordura roja como marca distintiva. Reproducimos la versión que realiza Lapoulide.

Estas armas ocupan el lugar central del blasón hispánico, en un escusón. Este añadido desplaza al león de Flandes y el águila del Tirol del escusón situado en la parte inferior de la heráldica regia a la punta de este, donde ocupan ahora cuarteles separados. Lapoulide reproduce la nueva disposición.


El Toisón de Oro (ahora dividido entre los reyes de España y el Imperio) sigue bordeando el blasón regio. Pese a que las normas de su uso prohibían pertenecer (y mucho menos lucir) otras órdenes, los Borbones españoles combinan los eslabones del Toisón con el collar de las armas de la orden francesa del Espíritu Santo. En el relieve que adjuntamos como ejemplo esta condecoración queda reducida al medallón central.


Las innovaciones, o, mejor dicho, añadidos extranjerizantes, no acaban aquí. El escudo muestra con frecuencia una punta pronunciada (según modelos franceses), adquiere formas redondeadas u ovaladas e incluso aparece un curioso diseño con un estrechamiento en la parte central y unas prolongaciones en la parte superior que se cataloga en los tratados de heráldica como uno de los modelos propios de España.  Lo ilustramos con una moneda de ocho escudos acuñada en Sevilla en 1730.

Felipe V sentía la grandeur francesa como algo suyo. Si a esto se suma el apogeo que vivió el barroco en su reinado no debe extrañarnos la complicación y el abigarramiento de las composiciones heráldicas realizadas bajo su reinado. Sobre estas transformaciones, Lapoulide señala lo siguiente:

«Felipe V importó el manto real rojo, sembrado de oro y forrado de arminios, [sic] que aparecía a veces, como fondo del escudo. Lleva el Toisón de oro al lado del cual no se podría poner ningún otro collar ni condecoración.

Podían figurar en él, el lema “Asolis ortu usque ad ocassum” y el grito de guerra “Santiago”.»

Esta composición denominada “Armas Grandes de España” es, más bien, una ficción de los heraldistas que un blasón que se usase de forma estatal o dinástica. Incluimos el que aparece en el monumental artículo “España” de la Enciclopedia Espasa y que parece realizado para Alfonso XIII, si bien este monarca no ostentó (ni pudo ostentar) la orden del Espíritu Santo. Su inclusión contraviene lo dicho por Lapoulide.

Tanta pompa y boato no deben hacernos olvidar primero las renuncias territoriales realizadas en la paz de Utrecht y segundo  los sucesivos decretos de Nueva Planta que eliminaban los reinos de la Corona de Aragón como entidades propias. Felipe V es el primer monarca que se titula rey de España, o, más bien, Rey de las Españas (suponemos que de la europea y del virreinato americano septentrional).

Todo el prolijo armorial heredado de sus antepasados pasa a ser de pretensión menos Castilla, León, Granada (que en puridad nunca fue reino pues no tenía instituciones propias) y el escusón de la casa de Borbón-Anjou. Hubiera sido un momento adecuado para actualizarlo y de paso incluir a Navarra, que se había mostrado fidelísima a la causa borbónica. No obstante, se siguió con las armas de los Austrias por legitimar el cambio dinástico y porque nunca se reconoció la pérdida de los dominios flamencos, borgoñones e italianos. Respecto a la cuestión navarra, si se planteó, se hubieran producidos roces con los monarcas franceses, por lo que se dejaron las armas como estaban. En suma, todo siguió igual, aunque en el escudo primaba cada vez más lo fantasmagórico sobre la realidad geográfica.

Ante un escudo tan complejo y tan poco representativo, las armas del Reino de Castilla (ahora con el escusón de la dinastía) se emplearon cada vez con mayor frecuencia como emblema del reino. Una muestra es esta moneda sevillana de cuatro escudos acuñada igualmente en 1730.






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