Dedicamos a la promoción de la lectura un día, una semana de fastos, a veces hasta un mes. Por tanto, las terribles
simetrías exigen una efeméride que evoque los libros que nadie lee, los
ejemplares descatalogados, las librerías que se vieron obligadas a cerrar, las
bibliotecas abandonadas…
Reservamos para esta callada conmemoración este
final de abril en que el cesan las actividades de animación a la lectura y los
volúmenes vuelven a la tranquilidad de sus estantes. Como buena fiesta secreta
pasa sin pena ni gloria y un día vale tanto como su víspera. Dicho esto, el 26
de abril, festividad de San Isidoro, nos parece un aniversario especialmente
propicio. No olvidemos que el arzobispo hispalense promocionando el saber
aprovechó su éxito para condenar centenares de libros a la irrelevancia, cuando
no al intencionado olvido.
En esta ocasión reflexionaremos sobre la
imagen que la fotógrafa francesa Solène Gdsn comparte con nosotros en
Instagram. Su título (The Neverending Story) es toda una declaración de
intenciones.
Nuestras colecciones de libros son
radiografías de nuestra personalidad, son vanitas de nuestras
pretensiones y también son vanitas de nuestra muerte, pues quedan como
fosilizadas cuando fallecemos. Pero esta es una impresión aparente. No tardará
en ser destruida, repartida, vendida en almoneda… Si, por acaso, continua en su
sitio, libros y estantes sufrirán el ataque de polillas, carcomas, mohos,
humedades… Esa biblioteca que era nuestro retrato es ahora fiel trasunto de
nuestro cadáver.
Eso escribimos el año pasado. Efectivamente,
nuestras bibliotecas registran nuestro sueños y nuestras pretensiones, nuestros
fracasos, nuestros futuros no realizados como ramas muertas. Esos manuales de
actuación o escenografía que evocan aquellos años en los que creíamos que el
teatro iba a dar sentido a nuestra vida. Esos tebeos de la infancia recomprados
ahora a precio de oro para comprobar que el encanto que transmitían era otro
cepo de la nostalgia. Alguna novela gruesa, laureada, imprescindible y de la
que nunca llegamos a pasar de la página treinta… Las tristes historias de amor
también tienen cabida en este anfiteatro del desengaño. Es el momento de
recordar a Julio, un conocido nuestro que atesoraba un Quijote de Doré. Lo
adquirió para impresionar a una chica que no se dejó engañar y que nunca llegó
a ser su novia…
Las bibliotecas personales nos retratan con
tal precisión que no solo enseñan a la persona real, también la que quería o
quiso ser. Registran nuestras imposturas. Estas son fantasmadas, llamaradas
espectrales ¿Pero acaso nuestros sueños no revelan nuestra naturaleza?
Volviendo a la imagen, Solène no identifica
al propietario de esta raída biblioteca. No puede hacerlo, pues pertenece a ese
grupo de fotógrafos que se aventuran en edificios abandonados. Pero podemos
reconstruir la historia de ese amante de los libros. O intentarlo.
Como otros tantos bibliófilos, devino en
bibliómano y fue adquiriendo más libros de los que podía leer, aunque llegase a
vivir un siglo, aunque conservase indefinidamente esa testamentaria plena
posesión de las facultades. Las novedades se acumulaban, cimentaban torres de
volúmenes, acababan, resignadas, dispuestas en estratos. Y el vacilante hábito
lector se quedaba en las obras más banales o, peor, se dispersaba en relecturas
de libros que acababa recitando de memoria. Mientras tantos, los estantes
comenzaban a combarse, a vencerse, a trazar esa sonrisa que preludia su
quiebra, el colapso…
Los libros ocupan un lugar físico. No solo
acumulan olvido y polvo. También pesan. Una estantería supone una carga considerable,
constante, no prevista, sobre un piso o sobre una pared medianera. Cuando el
dueño ha muerto o está recluido con el resto de ancianos desmemoriados, sus
estanterías pueden desplomarse sobre la desprevenida Solène. Esos libros pueden
perforar el tabique o, peor, el entresuelo. No exageramos. Desde que
transformaron la vida del propietario en un despropósito, los libros han sido
siempre y solamente una trampa.
Un último espejismo. Fanáticos de los
formatos apaisados, el frontispicio elegido mezcla una biblioteca real con los
artificios de la inteligencia artificial. A continuación, reproducimos la
instantánea real, la vanitas de Solène. Igual ella también recurrió al retoque,
al fingimiento, al engaño. Estudiados
simulacros sobre los que cae, inexorablemente, el telón.
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Procedencia de la imagen original:
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