La tarde va
declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito
del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como
si fuera una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está
sobre la mesa. El anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen
hundidos. Los últimos fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya
sólo se escurre una débil y difusa claridad. Las monedas vuelven a la recia y
sólida arca. El anciano cierra la puerta con un cerrojo, con dos, con una
armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento, por la angosta
escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del pueblo; se
halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para
labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índica
–el de la mano derecha- pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un
corredor ha visto el viejo una puerta abierta; esta puerta ha mandado él que
esté siempre cerrada. Se detiene un momento el viejo; da una voz de pronto; le
enardece la cólera; acude un criado; el viejo impropera al criado, se acerca a
él, le grita en su propia cara. Tiembla el pobre servidor, y prorrumpe en
palabras de excusa. Y el viejecito de la barba larga prosigue su camino. De
pronto se detiene otra vez; ha visto sobre un mueble unas migajas de pan. La
cosa es insólita. No puede creer el anciano lo que ven sus ojos. Llegarán, por
este camino, a dispersar, destruir su hacienda. Han estado aquí, sin duda,
comiendo pan -pan salido, indudablemente, de la despensa-, y han dejado caer
unas migajas. Y ahora su cólera es terrible. La casa se hunde a gritos; la
mujer del viejo, los hijos, los criados, todos, todos, le rodean suspensos,
temblorosos, mohinos, tristes. Y el viejo prosigue con sus gritos, con sus
denuestos, con sus improperios, con sus injurias.
La hora de cenar ha
llegado. Antes ha conversado el anciano con los cachicanes que llegan todas las
noches de las heredades cercanas. Todos han de darle cuenta- cuenta menudísima,
detallada- de la jornada diaria. No puede acostarse ningún día el viejo sin que
sepa, concretamente, en qué se ha gastado el más pequeño dinero y qué es lo que
han hecho, minuto por minuto, todos sus servidores. La relación de los
labrantines se desliza entreverada por los gritos y denuestos del anciano. Y
todos sienten ante él un profundo pavor.
______________
El pastor se ha
retrasado un poco esta noche. El pastor regresa de los prados próximos al
pueblo, todas las noches, poco antes de sentarse a la mesa el anciano. El
pastor apacienta una punta de cabras y un hatillo de carneros. Cuando llega,
después de la jornada, por la noche, encierra su ganado en una corraliza del
huerto y se presenta al amo para dar cuenta de la jornada del día. El anciano,
un poco impaciente, se ha sentado a la mesa. Le intriga la tardanza del pastor.
La cosa es verdaderamente extraña. A un criado que tarda en traerle una vianda
-retraso de un minuto-, el anciano le grita desaforadamente. El criado se
desconcierta; un plato cae al suelo; la mujer y los hijos del viejo se muestran
despavoridos; sin duda, ante esta catástrofe
–la caída de un plato-, la casa se va a venir abajo con el vociferar
colérico, iracundo, tempestuoso, del viejo. Y, en efecto, media hora dura la
terrible cólera del anciano. El pastor aparece en la puerta; trae cara de quien
va a ser ajusticiado; en mal momento va a dar cuenta de su misión del día.
-¿Ocurre alguna
novedad?- pregunta el viejo al pastor
El pastor tarda un
instante en responder; con el sombrero en la mano, mira absorto, indeciso, al
señor.
-Ocurrir, como
ocurrir- dice al cabo-, no ocurre nada…
-Cuando tú hablas
de eso modo es que ha ocurrido algo…
-Ocurrir, como
ocurrir… -repite el pastor dando vueltas entre las manos al sombrero.
-¡Sois unos
idiotas, mentecatos, estúpidos! ¿No sabéis hablar? ¿No tienes lengua? Habla,
habla…
Y el pastor,
trémulo, habla. No ocurre novedad, no ha sucedido nada durante el día. Los
carneros y las cabras han pastado, como siempre, en los prados de los
alrededores. Los carneros y las cabras siguen perfectamente; han pastado bien;
si, han pastado como todos los días… El viejo se impacienta.
-¡Pero, idiota,
acabarás de hablar! – grita colérico.
Y el pastor dice,
repite, torna a repetir que no ha ocurrido nada. No ha ocurrido nada; pero en
el establo que se halla a la salida del pueblo, junto a la era -establo y era
propiedad del señor-, ha visto, cuando regresaba el pastor a casa, una cosa que
no había visto antes. Ha visto que dentro del establo había gente.
El viejo, al
escuchar esas palabras, da un salto. No puede contenerse; se levanta, se acerca
al pastor y le grita:
-¿Gente en el
establo? ¿El establo que está junto a la era? Pero…, pero ¿es que no se respeta
ya la propiedad? ¿Es que os habéis propuesto arruinarme todos?
El establo son
cuatro paredillas ruinosas; la puerta -de madera carcomida, desvencijada- puede
abrirse con facilidad; una ventanita, abierta en la pared del fondo, da a la
era. Ha entrado gente en el establo; se han instalado allí; pasarán allí la
noche; tal vez estén viviendo allí desde hace días. Y todo esto en la
propiedad, en la sagrada propiedad del viejo. Y sin pedirle a el permiso. Ahora
la tormenta de cólera es tan grande, más grande, más estruendosa que antes. Sí,
sí; indudablemente todos se han propuesto arruinar al pobre anciano; todos,
descuidados, manirrotos, sin parar atención en la hacienda, se han propuesto
que este anciano acabe en la pobreza, en la miseria. El caso de ahora es
terrible; no se ha visto nunca cosa semejante; nunca ha entrado nadie en una
propiedad –casa o tierra – de este viejo señor. Y el viejo señor, ante hecho
tan peregrino, estupendo, decide ir él mismo a comprobar el desafuero, a
remediarlo, a echar del establo a esos vagabundos.
¿Qué gente era? –
le pregunta al pastor
Pues eran…, pues
eran -replica titubeante el pastor- pues era un hombre y una mujer.
¿Un hombre y una
mujer? Pues ahora veréis.
Y el viejo de la
larga barba ha cogido su sombrero, ha empuñado el bastón y se ha puesto en
camino hacia la era próxima al pueblo.
__________
La noche es clara,
límpida, diáfana; brillan –como las moneditas de oro antes– las estrellitas en
el cielo. Todo está sosegado; el silencio es grato, profundo. El anciano va
caminando solo, nerviosamente, vibrando de cólera. Da fuertes golpazos con el
callado en el suelo. La silueta del
establo ante la blancura de la era, se percibe a lo lejos, sobre el cielo de un
azul oscuro. Ya va llegando el anciano a las paredillas ruinosas. La puerta
está cerrada. La mano del viejo pasa y repasa por la luenga barba. No quiere el
viejo penetrar de pronto por la puerta. Se detiene un momento, y luego,
despacito, se va acercando a la ventanita que da a la era. Se ve dentro un vivo
resplandor. El anciano va a aplicar su cara hacia la ventana. Y sus ojuelos
vivarachos están cerca del angosto hueco. La mirada del anciano penetra en lo
interior. Y, de repente, el viejo lanza un grito, un grito que se esfuerza, un
segundo después, por reprimir. La
sorpresa ha paralizado los movimientos del anciano. A la sorpresa sucede la
admiración, a la admiración, la estupefacción profunda. Todo el cuerpo del anciano
está clavado junto a la pared con sólida inmovilidad. La respiración del viejo
es anhelosa. Jamás ha visto el viejo lo que ha visto ahora; esto que el anciano
contempla no lo han contemplado, sin duda, nunca ojos humanos. No se aparta la
mirada del viejo del interior del establo. Pasan los minutos, pasan las horas
insensiblemente. El espectáculo es maravilloso, sorprendente. ¿Cuánto tiempo ha
pasado ya? ¿Cómo medir el tiempo ante tan peregrino espectáculo? Tiene la
sensación el anciano de que han pasado muchas horas, muchos días, muchos años…
El tiempo no es nada al lado de esta maravilla, única en la tierra.
____________
Regresaba
lentamente, absorto, meditativo, el vio a su casa de la ciudad. Han tardado en
abrirle la puerta, y él no ha dicho nada. Dentro de la casa, una criada ha dejado
caer la vela cuando iba alumbrándole, y él no ha tenido ni la más leve palabra
de reproche. Con la cabeza baja,
reconcentrado, iba andando por los corredores como un fantasma. Su
mujer, que le ha recibido en una sala, al hacer un movimiento brusco, ha
derribado un mueble; han caído al suelo unas figuritas, y se han roto. El
anciano no ha dicho nada. La sorpresa ha paralizado a la esposa del caballero.
La sorpresa, el asombro ante la insólita mansedumbre del viejo ha sobrecogido a
todos. El anciano, encerrado en un profundo mutismo, se ha sentado en un
sillón. Sentado, ha dejado caer la cabeza sobre el pecho, ha estado meditando
un largo rato. Le han llamado después –como se llama a un durmiente- , y él,
con mansedumbre, con bondad, dócilmente cual un niño, se ha dejado llevar hasta
la cama y ha consentido que le fueran desnudando. Y a la mañana siguiente, el
viejo ha continuado silencioso, absorto; a unos pobres que han llamado a la
puerta les ha entregado un puñado de monedas de plata. De su boca no sale ni la
más leve palabra de cólera. La estupefacción es profunda en todos. De un
monstruo se ha trocado en un niño el viejo señor. Su mujer, los hijos, están
alarmados; no pueden imaginar tal cambio; algo grave debe de ocurrirle al
viejo; durante su paseo, por la noche, a la era, al establo, algo ha debido de
ocurrirle. Esta mansedumbre de ahora es acaso más terrible que las cóleras de
antes; acaso pueda ser nuncio este abatimiento de algún grave mal. Todos miran,
observan, examinan al anciano en silencio, recelosos,
inquietos. No se deciden a interrogarle; él se obstina en su mutismo. Y
la mujer, al cabo, dulcemente, con precauciones, interroga al anciano. El
coloquio es largo, prolijo; el viejo no accede a revelar su secreto. Y al cabo,
tras el mucho porfiar, con dulzura, de la mujer ha puesto, para hablar, para
hacer la revelación suprema, sus labios. El asombro se pinta en la cara de la
esposa.
¡Tres reyes y un
niño! – exclama sin poder contenerse.
Y el anciano le
indica que calle, poniéndose el índice de través en la boca. Sí, sí, la mujer
callará. Callará, pero pensará siempre lo que está pensando ahora. No sabe la
buena señora qué es peor, si lo de antes – la cólera de antes – o esta locura,
sí, locura, de ahora. ¡Tres reyes en un establo y un niño! Evidentemente;
durante su paseo nocturno debió de ocurrirle algo al anciano. Poco a poco se
difunde por la casa la noticia de que la mujer del anciano conoce el secreto de
éste; preguntan los hijos a la madre; la madre se resiste a hablar; al cabo,
pegando la boca al oído de la hija, revela el secreto del padre. Y la
exclamación no se hace esperar.
- ¡Qué locura!
¡Pobre!
La servidumbre se
entera de que los hijos conocen la causa del mutismo del señor; no se atreven,
por lo pronto, a interrogar a los hijos; al cabo, una sirvienta anciana, que
lleva en la casa treinta años, pregunta
a la hija. Y la hija, poniendo sus
labios a la par del oído de la anciana, le dice unas palabras.
¡Oh, qué locura!
¡Pobre, pobre señor! – exclama la vieja.
Poco a poco la noticia
se ha ido difundiendo por toda la casa. Sí; el señor está loco; padece una
singular locura; todos mueven a un lado la cabeza tristemente, compasivamente,
cuando hablan del anciano. ¡Tres reyes y un niño en un establo! ¡Pobre señor!
Y el viejo de la
larga barba, sin impaciencias, sin irritación, sin cóleras, va viendo, en
profundo sosiego, cómo pasan los días. A la mansedumbre se junta en su persona
la persona la liberalidad. Da de su dinero a los pobres, a los necesitados;
tiene palabras dulces para todos, exorables. Y todos en la casa, asombrados,
recelosos, entristecidos –sí, entristecidos-, le miran con mirada larga y
piadosa. El señor se ha vuelto loco; no puede ser de otra manera. ¡Tres reyes
en un establo! La mujer, inquieta, va a buscar a un famoso doctor. Este doctor
es un hombre muy sabio; conoce las propiedades de los simples, de las piedras y
las plantas. Cuando ha entrado el doctor a la casa le han conducido a presencia
del viejo; ha dejado éste hacer al doctor; parecía un niño, un niño dócil y
débil. El doctor le ha ido examinando; le interrogaba sobre la vida, sobre sus
costumbres, sobre su alimentación. El anciano sonríe con dulzura. Y cuando le
ha revelado su secreto al doctor, después de un prolijo interrogatorio, el
doctor ha movido la cabeza, asistiendo, como se asiente, para no desazonarlo, a
los despropósitos de un loco.
-Sí, sí –decía el
doctor-. Sí, sí; es posible. Sí, sí; tres reyes y un niño en un establo.
Y otra vez tornaba
a mover la cabeza. Y cuando se han despedido, en el zaguán, a la mujer del
anciano, que le interrogaba ansiosamente, ha dicho:
-Locura pacífica,
sí; una locura pacífica. Nada de peligro; ningún cuidado. Loco, sí, pero
pacífico.
Esperemos…
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Este soberbio
cuento apareció como historia del mes
de diciembre en el Número Almanaque para 1927 de la revista «Blanco y
Negro» (1 de Enero de ese año).
Posteriormente fue incluido en la obra «Blanco en azul» (editada en Madrid en
1929 por Biblioteca nueva). La ilustración -que acompaña al relato en su
primera aparición y que reproducimos- es de Narciso Méndez Bringas.
En la segunda
versión de esta obra se apostilla un «ningún régimen especial» justo antes del
postrer «Esperemos…», palabras que no encontramos en el Blanco y Negro. Más
peliaguda es la acotación, en la impresión definitiva, de «En Belén; año
primero de la Era Cristiana» que aparece entre el título y el inicio del
relato. Esta inclusión, que echa a perder totalmente el sentido y la magia de
esta historia no se encuentra en la versión princeps, en la que sólo se indica
–precediendo al título- el rótulo «Cuento de Navidad.»
La ilustración de
Méndez Bringa muestra al viejo ataviado a
la usanza cervantina, como de inicios del siglo XVII, pero también con cierto
aire de intemporalidad, como si el relato sucediera en algún momento del
pasado. No descubrimos nada cuando resaltamos que Azorín gusta de situar sus
cuentos en una época y en un mundo rural indeterminado –vagamente castellano- y
como cotidiano, en una suerte de moroso estasis. En esta tesis uno recuerda la
opinión del propio Azorín sobre Zabaleta: lo esencial es la idea, no la forma
ni los colores. Pues bien la idea de este relato es su dimensión cristiana: la venida al mundo de
Jesús –la Navidad- supone la apertura de nuestro corazón a su acción
bienhechora. Tal suceso, tal demostración de poder (epifanía) sucede –a cada
momento- en cualquier parte del mundo. Y
a cualquier persona.
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