Si dedicamos a la promoción de la lectura un día, una semana de fastos, a veces hasta un mes, las terribles simetrías exigen
una efeméride que evoque los libros que nadie lee, las librerías que se vieron
obligadas a cerrar, las bibliotecas abandonadas…
Reservamos para esta callada efeméride este
final de abril en que el cesan las actividades de animación a la lectura y los
volúmenes vuelven a la tranquilidad de sus estantes. Como buena fiesta secreta pasa
sin pena ni gloria, pero este 26 de abril, festividad de San Isidoro, nos
parece especialmente propicia. No olvidemos que el arzobispo hispalense promocionando
el saber aprovechó su éxito para condenar centenares de libros a la irrelevancia,
cuando no al intencionado olvido.
En esta ocasión comentaremos la imagen que el
fotógrafo Nicola Bertellotti comparte
con nosotros y que ha titulado E altre poesie. Se trata de alguna villa
italiana venida a menos, en la que uno de sus propietarios, preso de la melancolía
fin de siècle, se entregó a un delirio neogótico, delirio eso sí, objetivo
y rigurosos, como se pide a los bibliófilos y bibliómanos.
Nosotros, ávidos lectores de literatura de
kiosco, merodeadores de la cuesta de Moyano y cinéfilos sin cura y sin
criterios, preferimos sin embargo situarla en esa casa solariega inglesa tristemente
famosa por tal crimen, tal fantasma, tal espectro que recuerda un misterioso
asesinato por resolver. La llamaremos Enderby Hall y llamaremos a su orgulloso
propietario Lord Abernethie.
Queda claro que Lord Abernethie ha muerto y
que carece de un heredero digno de residir en Enderby Hall como lo habían hecho
los Abernethie desde digamos, la redacción del Domesday Book. A partir
de aquí ya interviene la conjetura: sus sobrinos se han repartido sus bienes y cada
uno ha arramplado con los volúmenes que le han parecido oportunos. O la fortuna
de los Abernethie ha muerto con el último lord y han sido sus acreedores los
que han confiscado sus libros.
Las explicaciones se complican, siempre según
los libros que hemos leído. Así ha sido el propio lord quien ha ido vendiendo su colección
al mismo tiempo y con la misma parsimonia que ha ido despidiendo a su
servidumbre y desprendiéndose de sus afamadas yeguas.
Pero la riqueza, aunque sea ficticia, seduce
a los lectores. Volvamos a esos herederos que sueñan con subastar los preciados
incunables de su atrabiliario tío Richard y que sueñan también con su muerte.
Esta llega y, al fin, pueden disponer del tesoro de Enderby Hall. Pero la biblioteca
aparece apresuradamente arrasada. Buscan a Ellis, el fiel mayordomo. Pero Ellis
ha desaparecido por un pasadizo y se ha llevado los libros consigo.
Podemos seguir fabulando, pues aún no han
aparecido la institutriz, el ama de llaves, el detective, el coroner… mientras la trama se enriquece y el lector
se deja llevar por la impostura del red harring y cavila sobre el destino
de los libros del muerto, deja de pensar en la suerte de los suyos.
Y es que una sola cosa es cierta: nuestras
colecciones de libros son radiografías de nuestra personalidad, son vanitas
de nuestras pretensiones y también son vanitas de nuestra muerte, pues quedan
como fosilizadas cuando fallecemos. Pero esta es una impresión aparente. No
tardará en ser destruida, repartida, vendida en almoneda… Si, por acaso, continua
en su sitio, libros y estantes sufrirán el ataque de polillas, carcomas, mohos,
humedades… Esa biblioteca que era nuestro retrato es ahora fiel trasunto de nuestro
cadáver.
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Procedencia de la imagen:
https://www.flickr.com/photos/nicolabertellotti/33585441595/in/photolist-TaQaFR
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